jueves, 4 de agosto de 2011

Esa extraña certeza...












Acudió a mi encuentro sin buscarla.
Ni tan siquiera fue una cita a ciegas.
La encontré de pronto una mañana
apoyada en el quicio de mi puerta.

Me acompañó ya en toda la jornada, viajó conmigo,
se sentó a mi mesa.
Compartió la tibieza de mis sábanas, durmió a mi lado
y durante el sueño se mezcló en mi sangre
por aquella herida abierta que dejaba a la intemperie
la dura soledad de tanta ausencia.

No fue necesario preguntar nada.
La noche le dio todas las respuestas. Se hizo dueña
de mi piel y cerró esa herida que permanecía abierta.

La certeza es así.

Te sorprende a través de una mirada; de una voz de seda
que, aunque lejana, cualquier sueño dormido te despierta.
Reconoce la intensidad de ese suspiro; de esa leve caricia
que trae la brisa desde una mañana incierta.

La certeza sabe de silencios que retumban
en la noche con ruidos de tormenta.
Sabe de llantos que inundan a su paso caminos y veredas.
Sabe de sueños asfixiados
por el humo sin llama de una hoguera.

Sabe, también, de renuncias,
aún cuando se muestra tan real y cierta su presencia.
En esa renuncia, se esconde entre visillos.
Ama desde lejos, guarda silencio, observa.

Se refugia en las sombras de la noche y,
alimentándose tan sólo de sueños...
se va consumiendo despacio, como la luz de una vela.

Pero...la certeza de amar, jamás se extingue.
Nadie sabe -ni siquiera el corazón-
si es premio o es castigo su existencia.


Adel





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