viernes, 9 de septiembre de 2011

Pensamientos de un verano tardío


Subí hasta la más alta montaña. Necesitaba respirar el aire limpio de la mañana y bañar de silencio mi cuerpo y mi alma. Amanecía y una luz tamizada envolvía el camino y las cumbres aún dormidas de Tramontana, como si estuviesen envueltas en gasas y tules que el alba extiende para llenar de paz y de calma el primer suspiro de la mañana.

Me retiré del bullicio que ya, a esas horas, comienza con quienes visitan el Monasterio y me adentré en el silencioso bosque señor y dueño de luces y sombras como la capilla del Monasterio, allá en lo alto.
Dejé mi corazón en la hojarasca y, con paso firme, avancé entre esas sombras y luces que parecían buscar su lugar en el frondoso bosque, mágico y centenario.

Rompió el aire el canto de un ave (quizá una alondra). Era como un lamento por haber sido profanado ese silencio y regresé despacio, saliendo de esa cúpula, de ese cielo en el que me había cobijado.
Volví a la luz, al cielo azul-añil, al mar calmado, pero...supe que aquel bosque sería ya siempre mi hogar y que, entre las hojas caídas del cercano otoño quedaría ya siempre mi corazón a su cuidado.
Adel

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